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Cuento: La Oficina de Atrás

Guillermo camina despreocupadamente por la vereda, las orejas cubiertas por audífonos que vociferan los últimos éxitos del under musical, ese que odian sus padres y los músicos viejos. Va mirando concentradamente la pantalla de su móvil, pasando de un video a otro, de una app a otra, ajeno al caos urbano que lo rodea. Por esta razón es que aún no se da cuenta que ya no está en su ciudad, ni en su planeta; ni siquiera en su dimensión física.

Poco antes de dejar este mundo involuntaria e inconscientemente, Guillermo se dirigía a una cita con su dentista en un céntrico y algo vetusto edificio de oficinas. Entra al ascensor del edificio; en el móvil, la influencer del momento está relatando algo demasiado interesante, y olvida marcar el botón de su piso de destino. Pasado un tiempo, las puertas se cierran, pero el ascensor no se mueve. Como está distraído, ajeno al mundo fuera de sus audífonos y pantalla, no nota que el ascensor sigue donde mismo.

De pronto se abre la puerta del ascensor, pero del lado opuesto al de la puerta que se cerró hace unos minutos. Guillermo, aún absorto en su pantalla, sale distraídamente por esta nueva puerta, que da a un pasillo pobremente iluminado. Camina hasta el fondo, siempre encorvado sobre su pantalla, que proyecta destellos de colores en las oscurecidas paredes. Se detiene frente a la puerta al final del pasillo, y toca el timbre, aún absorto en su móvil. La puerta se abre, y Guillermo entra.

Aquí es donde, finalmente, nota que hay algo fuera de lugar. Literalmente. La consulta de su dentista es, como todo el edificio donde se ubica, algo vetusta, oscura y pequeña; igual que el facultativo que la ocupa, por cierto.

Pero la sala donde recién entró es grande, iluminada, y tiene muchos escritorios de metal, con gente fumando mientras teclean pesadamente en máquinas de escribir, y enviando y recibiendo documentos y otros papeles por tubo neumático. Guillermo se saca los audífonos y mira a todos lados, confundido. Cuando una mujer con falda gris y moño apretado pasa cerca suyo, le pregunta:

—Disculpe, ¿esta es la consulta del doctor Cohen?”

—Tome asiento y espere a que lo atiendan—, le responde al pasar la secretaria, apuntando imperativamente con un dedo a un grupo de sillas, y desaparece apresuradamente tras otra puerta.

Guillermo, atónito y más confundido que antes, toma asiento en la silla que le indicaron, demasiado aturdido como para desobedecer la drástica orden que le han dado. Mira su móvil pero no hay señal de internet; abre una app de juego para distraerse. Cada cierto rato, alguien con carpetas bajo el brazo y un cigarrillo en la boca aparece por una puerta y cruza raudamente la sala, y Guillermo se incorpora a medias, con un dedo levantado y un intento de pregunta en los labios, que muere cuando la persona le ordena que “espere a que lo atiendan”, antes de salir rápidamente por la otra puerta.

Aburrido del juego de su móvil, y con un dolor de cabeza incipiente, se hunde en la silla y suspira. Por primera vez, observa la sala con más detención. Se fija que, cada vez que llega un documento por tubo neumático a algún un oficinista, este lo abre, saca y lee el documento moviendo los labios, y después de emitir un corto gruñido, se levanta y grita algo. Desde muy atrás de la sala, en un escritorio de caoba más grande que el resto, una voz rasposa contesta entre una nube de humo. Guillermo alcanza a ver una silueta con un aparato de teléfono antiguo pegado a la oreja y un cigarrillo en la otra mano. Después que la silueta responde, el oficinista que le habló vuelve a su escritorio, coloca el memo en su máquina de escribir, y teclea con dos dedos una respuesta. Cuando termina, enrolla el papel y lo mete a un tubo plástico que envía de vuelta por el tubo neumático.

Intrigado, el joven presta atención a lo que están diciendo. Un oficinista lee un memo, se levanta y grita “terremoto en Bolivia”. Después de un momento hablando al teléfono, la silueta al fondo de la sala responde “trescientos cuarenta y siete víctimas”. Otro oficinista grita “alerta de tostadas en vuelo” y la sala queda súbitamente en silencio. Los oficinistas dejan lo que estaban haciendo y miran expectantes al fondo de la sala.

Después de unos segundos, la silueta responde “al suelo del lado de la mermelada”, y la actividad vuelve a la oficina. “Lanzamiento de moneda en curso”. “Cara”, responde el burócrata al teléfono. “Camión cruza semáforo en rojo”. “Choque múltiple con ambulancia y bus escolar. Dieciséis víctimas”.

En uno de los escritorios, se acumulan varios memos aún sin leer. Guillermo los ojea desde su silla, girando la cabeza para leerlos mejor. “Lotería nacional”. “Sexo del bebé de la princesa de Mónaco”. “Sorteo de grupos del mundial FIFA”

“Ascensor en edificio Thompson”.

Guillermo reconoce el nombre del Céntrico y Vetusto edificio donde está ubicada la consulta de su dentista. El edificio donde tomó el ascensor…

Sin dudarlo, se levanta, agarra velozmente el papel con el nombre y se lo echa al bolsillo de su sudadera. Nadie le reclama. Nadie lo ha visto. El clac-clac con dos dedos se mantiene inmutable en todos los escritorios.

Guillermo se coloca los audífonos y se echa un mechón de pelo sobre los ojos. Sale por la puerta por donde entró. Nadie se fija en él, mientras camina por el pasillo y entra en el ascensor. Las puertas se cierran. Guillermo espera, moviendo nerviosamente un pie.

Después de un rato de inmovilidad, las puertas “normales” del ascensor se abren. Afuera, ve el hall de entrada del edificio, y más atrás el encorvado conserje en su silla. Guillermo, aliviado, presiona, ahora sí, el botón del piso de su dentista. Las puertas se cierran. El ascensor se mueve… pero no hacia arriba.
Guillermo mete a toda prisa la mano en el bolsillo de su sudadera, que está totalmente vacío.

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